Cuando ya nada se espera

Es difícil, en un día como hoy, levantar copas y brindar por setenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Sería poco fraternal, un ejemplo de escasa sororidad si decimos que gracias a esta Declaración estamos mejor, que nuestros derechos, los de todos y todas, están siendo respetados.

No hay lugar, hoy, para algazaras en ningún lugar del planeta. Tampoco en España.

Es día, este diez de diciembre, de tomar las calles y recorrerlas en un grito unánime que sacuda las conciencias de quienes están pisoteando derechos y destruyendo vidas.

Esos que abren todos los días la tumba del Mediterráneo para que acaben en su fondo sueños, esperanzas y futuros. Vidas, miles de vidas. Esos mismos que a la par que abren la fosa común, cierran las fronteras a cal y canto, con alambres de odio y sinrazón.

No es día, hoy, de jolgorio y de ensalzar logros y bondades. Más bien es un día para que entonen el mea culpa quienes permiten —cuando no fomentan, encubren y son cómplices— que millones de personas mueran en guerras inventadas, de hambrunas provocadas, de expolio de sus tierras. Pero no, no salimos hoy a la calle.

Salvo que nos lo cuenten los telediarios, o aparezca un artículo en prensa, o una radio haga una entrevista; el día en que se conmemora la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos no se reconoce, no se celebra, no se grita.

Quizá sea porque no es posible aglutinar en una pancarta todas las reivindicaciones necesarias. O quizá sea porque no se puede encabezar una manifestación si eres juez y parte, si giras la cabeza a un lado y mantienes los brazos cruzados cuando las injusticias te pasan de cerca.

Millones de mujeres, en todo el mundo son asesinadas, violadas, mutiladas, prostituidas, mercantilizadas. Media humanidad. En todo el mundo y también en España. Mujeres blancas, negras, asiáticas, latinas, africanas. Niñas, mujeres.

Un ejército de esclavos y esclavas apagan su despertador cada mañana para ir a un trabajo indigno. Un reguero de coches, autobuses, metros, repletos de náufragos de una crisis inventada que fue capaz de salvar a los bancos y quedó a las personas, a miles, en el abismo. Con ese rescate a los bancos, con esa prima de riesgo disparada, con esos fondos buitres, con esos recortes, con esa crisis histórica, se fueron por la borda derechos laborales. El sacrificio lo hicimos los mismos, los de siempre. Y nadie ha venido a aflojarnos el cinturón. Trabaja y calla que hay cien más como tú esperando.

Una desmemoriada tropa a la que se deja morir en su casa, abandonadas, o aparcadas en residencias. Pero en breve sacaremos nuestra pandereta y le iremos a cantar villancicos, porque les tenemos presente. Da igual que los recursos a las personas dependientes no cubran todas las necesidades, da igual que sus familias hagan malabares para atenderles. Si su futuro tiene escaso recorrido. Una sociedad que se cree instaurada en la eterna juventud y que no mira, que no respeta a quienes han sido sus protectores, a quienes deben la vida, es una sociedad enferma, sin valores.

Esa guerrilla que debería estar —más que gritando— aullando por su futuro, no está. Ha tenido que marcharse. Y los que están sobreviven. En pueblos vacios, en ciudades fantasmas. Errantes de un curso a un contrato temporal, de una ayuda social a otra. Pensionistas de veinte y treinta años. Los sin presente y lo sin futuro. Pero da igual, hoy no es el día de dar voces. De tomar plazas y calles. Hoy no, que hace frío.

No está el asunto para cohetes, festejos, tambores y cornetas. Más bien para que en esa calle que debemos tomar-retomar nos pongamos del lado de los otros, de las otras y ellos y ellas del nuestro. Solo una barrera de seres humanos, ensartando brazos con brazos, caminando al unísono y haciendo frente común a la barbarie, al racismo, a la intolerancia. A la desmemoria. Solo nosotras y nosotros, no esperéis nada de nadie. ¡A la calle!, que ya es hora de pasearnos a cuerpo…

No tenemos más remedio.

Flor Fondón Salomón. Presidenta de Adhex.

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